230.000 MILLONES de dólares: ése es el valor que en 2018 tenía el conglomerado empresarial chino HNA, vinculado en España al grupo hotelero NH. Con solo 56 años, su fundador y presidente, Wang Jian, había conseguido levantar un emporio económico tan novedoso en su entorno que su ejemplo comenzaba a estudiarse en las escuelas de negocio de Asia. Y no parecía para menos: según el índice Global Fortune 500, a pesar de sus muchas deudas, HNA estuvo entre las 120 empresas del mundo que más ingresos generó en 2017.

El pasado 4 de julio, las noticias relacionadas con Jian dieron un vuelco repentino: durante un viaje de negocios a Francia, el magnate chino había sufrido un accidente mortal delante de su familia y de sus amigos mientras intentaba tomarse "la foto perfecta" al pie de un acantilado. Horas después, los bonos de HNA se desplomaron a mínimos.

Cifras alarmantes

La muerte de Jian no pasaría de ser un accidente fatal pero anecdótico si no fuese porque en los últimos años, cerca de 300 personas han muerto al tratar de hacerse un selfie con su móvil. La cifra de accidentes graves se multiplica si se tienen en cuenta los despistes producidos por mirar el móvil para consultar las redes sociales, chats o aplicaciones –en internet hay miles de videos de estos percances captados por cámaras de seguridad de todo el mundo, como la reciente caída de un joven peruano a una alcantarilla perfectamente acordonada, de la que en España se hicieron eco medios como El País o El Mundo–. Es, sin duda, el signo de una época marcada por la omnipresencia de la tecnología en la vida diaria… e incluso en la muerte.

Comprometer la salud

Aunque éstos sean casos extremos, ponen en evidencia que "socialmente hemos menospreciado el riesgo que tiene la tecnología para engancharnos hasta unos niveles que comprometen nuestra libertad, nuestras relaciones, el buen ambiente de nuestras familias e incluso nuestra salud, especialmente si hablamos de niños y jóvenes", explica para Misión, David Ruipérez, coordinador de contenidos del Consejo General de Enfermería y autor de Mi vida por un like (Almuzara, 2018).

Redes sociales, videojuegos, chats, apuestas online, pornografía, ocupaciones laborales, aplicaciones…

¿Qué tienen todas estas actividades a las que accedemos a través de una pantalla para que no seamos capaces de controlar su influencia sobre nosotros, y como para que algunos especialistas ya las definan como un nuevo tipo de adicción?

Droga para nuestro cerebro

Hasta ahora, la definición tradicional de droga era la de una sustancia que se introduce en el organismo y genera dependencia y tolerancia. "Obviamente, la tecnología –señala Ruipérez– no es una sustancia que entra en el torrente sanguíneo; sin embargo, esas actividades que llevamos a cabo en el móvil o en un dispositivo electrónico generan, de forma casi inmediata, unos movimientos neuronales, a través del sistema de recompensa de nuestro cerebro, que liberan sustancias altamente adictivas para nuestro organismo".

Por eso resulta tan difícil sustraerse de estos comportamientos incluso aunque estemos rodeados de amigos, en una comida familiar o acabemos de llegar a casa con nuestros hijos.

Problemas de fondo

Ahora bien, como explica para Misión, Eulalia Alemany, directora técnica  de  la  Fundación  de  Ayuda contra la Drogadicción (FAD), "que tengamos  un  problema  con  el  uso de  la  tecnología  no  significa  que seamos adictos". De hecho, "hablar de adicción puede causar confusión y hacer que minusvaloremos el mal uso que hacemos de la tecnología, aunque  tengamos  de  verdad  un comportamiento  compulsivo  que necesitemos corregir".

Según  Alemany,  "el  uso  compulsivo  de  la  tecnología  no  solo  causa conflictos, sino que suele esconder otros problemas de fondo: carencias de comunicación, conflictos familiares, carencias afectivas, inseguridad, aislamiento, deseos de huir del entorno...". Lo peor es que esos problemas  suelen  quedar  eclipsados  por el brillo de la pantalla y resulta aún más difícil ponerles solución.

Incentivado por la sociedad

Ruipérez  añade  que,  mientras  las adicciones tradicionales como el alcoholismo o el consumo de drogas generan rechazo social, "estos comportamientos están incentivados por la sociedad".

Y  pone  ejemplos:  "Si  tu  hijo  es  el único que no sigue al gamer de turno o no escribe en el chat de clase, es probable que sea marginado; y  cualquiera  de  nosotros,  que  hasta  hace  poco  teníamos  momentos de transición en los que no pasaba nada, como la cola del súper o una sala de espera, que son los tiempos en los que el cerebro aprovechaba para desconectar mientras tú tarareabas, hoy nos sentimos violentos sino cogemos el móvil como hace todo el mundo. Y ahí se nos abre un universo paralelo que te puede llevar de las redes sociales a las apuestas online sin que nadie se dé cuenta".

Señales de alarma

Ese comportamiento mecánico mantiene al cerebro sobre estimulado y, como a fuerza de repetición llega a convertirse en hábito, su ausencia genera un vacío similar al síndrome de abstinencia. Así, como en cualquier dependencia, cuando la persona es consciente del problema, pero no es capaz físicamente de controlarlo, o siente una presión social que le impide modificar su conducta, comienzan a aparecer sentimientos como la frustración, la angustia, la pérdida de libertad, la ira…

Por eso, para saber si tenemos un problema con estas nuevas dependencias, la directora técnica de la FAD da algunas pistas: "Cambios en el rendimiento laboral o escolar; aislamiento físico dentro del hogar; abandono de amistades o aficiones; mentiras o doble vida; gastos no justificados; despistes que comprometen la integridad de los niños u otros familiares; falta de sueño; reacciones agresivas; problemas de autocontrol; querer usar menos el móvil u otro dispositivo y no poder hacerlo…".

Y añade: "Si esto ocurre, no podemos hacer la técnica del avestruz y esperar que el problema se arregle solo, tenemos que abordarlo buscando momentos para hablar (que nunca es cuando el conflicto está en máximo nivel), establecer reglas, buscar ayuda y estar dispuestos a cambiar de hábitos". "¿Que eso genera conflictos? –se pregunta Alemany –. Puede ser. Pero en la familia estamos para protegernos unos a otros de lo que nos hace daño".

Un banderín rojo

Cada comportamiento adictivo tiene motivaciones y compensaciones distintas – explica Eulalia Alemany, directora técnica de la FAD –, pero suelen tener un factor común: que incrementa el bajo nivel de autocontrol (que es la base de la agresividad). Eso te hace más vulnerable a otras conductas de riesgo y te vuelve más susceptible a la presión del grupo".

Alemany destaca que "uno de los banderines rojos que deberíamos señalar en el mal uso de la tecnología, y que nace de esa falta de control, es que los adultos, y sobre todo los niños, están durmiendo poquísimo".

Es, según la experta, "un problema de salud pública de primer orden, porque nos altera el funcionamiento del cerebro y tiene efectos en la falta de atención, poca capacidad de concentración, fracaso escolar o poco rendimiento laboral, mal humor, agresividad...".

 Como estrategia, sugiere una re  gla de oro: "El móvil, o cualquier  elemento tecnológico, debe estar prohibido en la habitación. Es mejor comprarse el despertador de toda la vida". Y concluye: "La tecnología está para quedarse y necesitamos una alfabetización digital para saber cómo usarla, pero también para saber qué efectos tiene y cómo utilizarla juntos, en familia".


Diccionario breve

Gaming. Actividad relativa a los videojuegos, sobre todo a los online. Algunos, como el Fortnite, tienen un desarrollo que fomenta la adicción de los gamers, jugadores que comparten sus experiencias en redes sociales.

Gambling. Relativo a las apuestas y juegos de azar a los que se accede por internet.

Workaholic. Del inglés work (trabajo) y alcoholic (alcohólico): los adictos al trabajo.

Pornadiction. Adicción al consumo de pornografía online, incluso en horas de trabajo o descanso, sin que la persona pueda dejar de hacerlo, aunque lo desee.


Los workaholics

Con los smarthphones han aumentado los adictos al trabajo o workaholics: personas que dedican más de 12 horas al día a su actividad profesional y, después, se llevan el despacho a casa o a cualquier otro lugar, creando una oficina ubicua a la que acceden a través de dispositivos electrónicos: chequean el email, envía informes fuera del horario laboral... Al no respetar el descanso ni los espacios en familia, sus relaciones acaban resintiéndose, a veces de forma dramática.