Rechazó a Dios, se divorció, perdió a sus hijos, bordeo el suicidio

En nuestra sociedad cada vez más secular, bebemos de fuentes no cristalinas, de ideologías heréticas, con resultados desastrosos. La historia de Kathleen Laplante no tiene nada de extraordinario. Es justo lo tristemente habitual en nuestro medio de casos parecidos lo que da valor a su testimonio. Cuando todo parece perdido, Dios sale a nuestro encuentro a darnos el agua de la vida. 

La historia de Kathleen Laplante no tiene nada de extraordinario. Es justo lo tristemente habitual de casos parecidos lo que da valor a su testimonio.

"Lo recuerdo con claridad. Mi marido y yo decidimos dejar la Iglesia": así empezó la cuesta abajo de Kathleen Laplante, que formaba junto a su esposo un matrimonio joven, católico, que poco a poco se había dejado imbuir de las ideas ambientes, y había pasado a defenderlas con acritud.

De hecho, su primera iniciativa tras tomar esa decisión fue convocar a los padres de él, católicos también, para escandalizarles. Acababan de tener su primer hijo, y con él en los brazos Kathleen formuló ante su suegra una agresiva defensa del aborto, sorprendente en una madre primeriza que abraza a su recién nacido: "¿Quiénes se creen en la Iglesia católica que son para decirme que no puedo abortar si quiero hacerlo?".

Primero protestantes, luego... nada

"El demonio había ganado", afirma ahora Kathleen: "¿Cómo si no podía sostener, con el fruto de mi barriga en las manos, que habría podido abortarlo si hubiese querido? Estábamos esclavizados a los mensajes insidiosos de un mundo secularizado, y defendíamos que las mujeres debían poder ser sacerdotes y las parejas homosexuales adoptar hijos, que la confesión era innecesaria y que ver al Papa como un rey era algo arcaico y ridículo: ¿quién era él para decirnos que no podíamos practicar el sexo antes del matrimonio o practicar el control de natalidad?".

Kathleen y su marido se pasaron a una comunidad protestante donde todo esto no suponía un problema. Pero sólo durante un tiempo, pasado el cual dejaron también de frecuentarla.

Pasaron los años, y tuvieron un segundo hijo. Y ese fue el principio del fin del matrimonio. "De forma inesperada, me rebelé contra la contracepción. Sabía que algo no estaba bien. Quizá mis embarazos y nacimientos habían despertado la madre que hay en mí. Mi marido quería hacerse la vasectomía, pero yo no estaba de acuerdo. Y yo tampoco quería volver a la píldora".

La depresión, el divorcio, los hijos...

Su relación comenzó a ahogarles, y la depresión postparto que estaba experimentando se hizo más fuerte: "Con una enfermedad grave siendo aún joven, con un desacuerdo absoluto sobre nuestra vida sexual, y sin una fe común a la que acudir, nuestro matrimonio de nueve años acabó en divorcio".

Kathleen se sentía resentida por considerarse una madre sin energía emocional para serlo, y la enfermedad le impedía atender a los hijos adecuadamente. Así que ambos decidieron de mutuo acuerdo que los niños vivirían con su padre, y ella perdió la custodia. 

Aunque ella lo había aceptado, esto incrementó su depresión: "¿Cómo yo, la madre, había dejado escapar a mis hijos?". Entonces empezó a pensar que no valía la pena vivir.

"Rumié muchas veces la idea del suicidio, hice varios planes e incluso lo intenté una vez. Pero fue entonces cuando cogí la mano que Dios me tendió, y a partir de entonces derramó sus gracias sobre mí", cuenta Kathleen.

Fue, paradójicamente, por la propuesta de un amigo suyo, no católico, quien al ver lo destrozada que había quedado tras su divorcio, le propuso acudir a la hospedería de una abadía a descansar y pensar: "Yo no sabía lo que era una abadía, pero sí sabía que ésa tenía buenos precios y estaba en un lugar sereno".

Resurrección en el monasterio

"Y estando allí, las semillas sembradas durante mi educación católica, tan pequeñas pero ¡oh, Dios mío! tan preciosas, salieron del letargo. Comenzaron a dar fruto cuando me encontré en terreno católico. Y de repente sentí la necesidad de examinar mi vida y mi matrimonio. Por primera vez comprendí que mi parte en el matrimonio no había sido recta a los ojos de Dios", explica. Y este sorprendente auxilio fue el origen de su curación espiritual y física.

Consultó con uno de los monjes de la abadía acerca de la anulación, y a partir de ahí hablaron de muchas otras cosas. Comenzó una catequesis en profundidad que le hizo ver lo equivocada que estaba sobre todas esas ideas que, en el inicio de esta historia, había mostrado con desparpajo ante sus suegros. "Con el tiempo experimenté una gran liberación de la culpa, la vergüenza y la confusión: había vuelto al hogar", concluye.

Hace quince años, un 7 de octubre, festividad del Santo Rosario, Kathleen fue recibida de nuevo en el seno de la Iglesia. "Fue el inicio de mi conversión", evoca ahora, "pero no el final". Y, lo que era más importante para ella, volvió a ser una madre para sus hijos.

Y tiene algo muy claro: "Cristo sustituyó mi desesperación. Mi vida, que era literalmente el infierno, es ahora un anticipo del Cielo. Gracias a Dios, que me trajo de regreso a casa".


¿Cómo vivir el camino de la conversión?

Es evidente que todos los fieles cristianos de cualquier estado u orden son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad.

La vida, con sus alegrías y tristezas, con sus dificultades y responsabilidades, sus momentos de serena belleza y temibles frustraciones, contiene los elementos esenciales para vivir nuestra conversión, en unión con Dios todopoderoso.

El Espíritu Santo habló por el Vaticano II, en nuestros días, al afirmar: "la santidad es para todo el mundo", repitiendo así el mensaje de Jesús: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (San Mateo 5, 48). Nuestro Señor no puede pedirnos lo imposible. El es un Dios fiel que desea que sus hijos sean semejantes a Él.

¡Seamos perfectos!