Pablo transformado de perseguidor en el más ferviente apóstol de Cristo

San Pablo

El 28 de junio de 2008, en la Basílica de San Pablo extramuros en Roma, durante la celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el Papa Benedicto XVI oficialmente abrió el año Paulino, designado a celebrar el dosmilésimo aniversario del nacimiento de San Pablo, que los historiadores han colocado entre los años 6 y 10 AD. Este año muy especial que termina el 29 de junio de 2009, incluye en palabras del Santo Padre, "una serie de eventos culturales y ecuménicos como también varias iniciativas inspiradas en la espiritualidad Paulina."

EL APÓSTOL DE LAS GENTES

Pablo de Tarso (originalmente Saulo), canonizado como San Pablo Apóstol († 67), no conoció en vida -como los apóstoles- a Jesús, pero fue el primero que tuvo sólo como experiencia la del Cristo Resucitado.

Nació en Tarso y en su juventud fue mandado a Jerusalén, donde fue rigurosamente formado, en la enseñanza de la Ley, por Gamaliel el Viejo. Después de algunos años regresó a Tarso, él no se encontraba en Jerusalén cuando Jesús predicaba. Su regreso tuvo lugar poco años después de la pasión de Cristo.

En esta fase de su vida, Saulo fue un fariseo muy activo: fue testigo de la lapidación de Esteban, pues custodiaba la ropa de los asesinos, como nos lo describen los Hechos de los Apóstoles (8, 1-3). Recibió poco después el encargo de ir a Damasco para apresar a los cristianos de aquélla ciudad (Hech. 9,2), en dicha tarea fue particularmente celoso en cumplirla y decidido en ir contra la religión cristiana, que comenzaba a difundirse y afirmarse.

 Su conversión sucedió en el camino a Damasco, cuando inesperadamente una luz del cielo lo envolvió y cayendo al suelo, escuchó una voz que le decía: "Saulo, ¿porqué me persigues?".

 Saulo se quedó ciego y todo hacía a tientas, por tres días esperó a alguien, haciendo ayuno y trastornado por cuanto le había sucedido; se puede decir que, desde aquel momento, nació Pablo, el Apóstol de las Gentes. Él decidió retirarse al desierto, para poner en orden sus pensamientos y meditar más profundamente el don recibido, ahí permaneció tres años en absoluto recogimiento.

 Después de su retiro, confortado por la luz de Cristo, comenzó a predicar con entusiasmo, suscitando la ira de los paganos, que lo consideraban un renegado, así que intentaron asesinarlo, obligándolo así a huir.

 Se refugió en Jerusalén, donde en al menos unos quince días se encontró en varias ocasiones con Pedro, que encabezaba a los apóstoles, y con Santiago, a quienes expuso su nueva vida. Los apóstoles lo entendieron y estuvieron con él horas y horas cada día, hablándole de Jesús; pero la comunidad cristiana de Jerusalén desconfiaba de Saulo, pues se recordaba de la feroz persecución que había tramado. Bernabé garantizó su confianza en él, sólo así se disiparon las dudas y Saulo fue aceptado por la comunidad.

 Durante su estadía quincenal en Jerusalén, Pablo buscó realizar alguna conversión, pero esta iniciativa misionera irritó a los judíos y preocupó a los cristianos, por lo que, no encontrándose en su lugar, el Apóstol se dirigió a Cesarea y después regresó a su ciudad de Tarso en Cilicia, donde retomó su oficio de tejedor.

 Del año 39 al 43 no tenemos noticias sobre sus actividades, hasta que Bernabé, enviado por los apóstoles a organizar la naciente comunidad cristiana de Antioquía, pasó a verlo para invitarlo a seguirlo, aquí Pablo dejó para siempre el nombre de Saulo, porque se convenció que su misión no era tanto entre los judíos, sino entre los otros pueblos que los judíos llamaban "gentiles"; en Antioquía fue donde los discípulos de Cristo fueron denominados por primera vez "cristianos".

 Con Pablo, en pocos años y de modo impetuoso, "la Palabra sale de Jerusalén, y la Ley de Sion", como fue anunciado por el profeta. 


EXTRACTOS DE LA HOMILIA DE S. S. BENEDICTO XVI

Un modelo para nuestros dias

Estamos reunidos junto a la tumba de san Pablo, que nació, hace dos mil años, en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. ¿Quién era este Pablo? En el templo de Jerusalén, ante la multitud agitada que quería matarlo, se presenta a sí mismo con estas palabras: "Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba lleno de celo por Dios..." (Hch 22, 3). Al final de su camino, dirá de sí mismo: "Yo he sido constituido... maestro de los gentiles en la fe y en la verdad" (1 Tm 2, 7; cf. 2 Tm 1, 11).

Maestro de los gentiles, apóstol y heraldo de Jesucristo: así se define a sí mismo con una mirada retrospectiva al itinerario de su vida. Pero su mirada no se dirige solamente al pasado. "Maestro de los gentiles": esta expresión se abre al futuro, a todos los pueblos y a todas las generaciones. San Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. También para nosotros es maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo.

Por tanto, no estamos reunidos para reflexionar sobre una historia pasada, irrevocablemente superada. San Pablo quiere hablar con nosotros hoy. Por eso he querido convocar este "Año paulino" especial: para escucharlo y aprender ahora de él, como nuestro maestro, "la fe y la verdad" en las que se arraigan las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo. 

 ¿Quién era san Pablo? Sobre todo nos preguntamos: ¿Quién es san Pablo? ¿Qué me dice a mí? En esta hora, al inicio del "Año paulino" que estamos inaugurando, quiero elegir del rico testimonio del Nuevo Testamento tres textos en los que se manifiesta su fisonomía interior, lo específico de su carácter.

En la carta a los Gálatas nos dio una profesión de fe muy personal, en la que abre su corazón ante los lectores de todos los tiempos y revela cuál es la motivación más íntima de su vida. "Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Todo lo que hace san Pablo parte de este centro. Su fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia de que Cristo no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a él -a san Pablo-, y que, como Resucitado, lo sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por él. Su fe consiste en ser conquistado por el amor de Jesucristo, un amor que lo conmueve en lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo.

Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo que sabe usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de su Cartas, la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: "Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas... Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1 Ts 2, 2. 5).

Para él la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la persecución y el sufrimiento. En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo quisiera recordar, en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le dirigió en el camino de Damasco. Primero el Señor le dice: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?". Ante la pregunta: "¿Quién eres, Señor?", recibe como respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 4 s). Persiguiendo a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. "Tú me persigues". Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto.

En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la vida de Saulo, se halla contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante "su causa". La Iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo "carne". Tiene "carne y huesos" (Lc 24, 39), como afirma en el evangelio de san Lucas el Resucitado ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo.

Está presente personalmente en su Iglesia; "Cabeza y Cuerpo" forman un único sujeto, dirá san Agustín. "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?", escribe san Pablo a los Corintios (1 Co 6, 15). Y añade: del mismo modo que, según el libro del Génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección (cf. 1 Co 6, 16 ss).

Concluyo con unas de las últimas palabras de san Pablo, una exhortación a Timoteo desde la cárcel, poco antes de su muerte: "Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio", dice el Apóstol a su discípulo (2 Tm 1, 8). Estas palabras, escritas por el Apóstol como un testamento al final de su camino, remiten al inicio de su misión. Mientras Pablo, después de su encuentro con el Resucitado, estaba ciego en su casa de Damasco, Ananías recibió la orden de ir a visitar al temido perseguidor e imponerle las manos para devolverle la vista. Ante la objeción de que Saulo era un perseguidor peligroso de los cristianos, Ananías recibió como respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los pueblos y los reyes. "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre" (Hch 9, 16).

El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo están inseparablemente unidos. La llamada a ser maestro de los gentiles es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe.

No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.

A la luz de todas las cartas de san Pablo, vemos cómo se cumplió en su camino de maestro de los gentiles la profecía hecha a Ananías en la hora de la llamada: "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre". Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no busca su propio interés, su propia gloria, su propia satisfacción personal, sino que se compromete por Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por todos nosotros.

En esta hora damos gracias al Señor porque llamó a san Pablo, transformándolo en luz de los gentiles y maestro de todos nosotros, y le pedimos: Concédenos también hoy testigos de la Resurrección, conquistados por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio a nuestro tiempo. San Pablo, ruega por nosotros. Amén.