Alma, tú que eres imagen viviente de Dios  y has sido rescatada con la sangre preciosa de Jesucristo, Dios quiere que te hagas santa como Él en esta vida y que participes en su gloria por la eternidad. Tu verdadera vocación consiste en adquirir la santidad de Dios. A ello debes orientar todos tus pensamientos, palabras y acciones, tus sufrimientos y las aspiraciones todas de tu vida. De lo contrario, haces resistencia a Dios, por no realizar aquello para lo cual te ha creado y te conserva la vida.

¡Oh! Qué obra tan maravillosa! ¡El polvo se vuelve luz, la fealdad resplandor, el pecado santidad, la creatura se transforma en su Creador y el hombre en Dios! ¡Sí, qué obra tan maravillosa!, lo repito. Pero difícil en sí. Más aún, imposible al ser humano abandonado a sus fuerzas. Sólo Dios con su gracia, y gracia abundante y extraordinaria, puede realizar con éxito semejante empresa; la creación del universo no es una obra maestra tan excelente como ésta:  la santificación de las almas.

¿Cómo lo vas a lograr? ¿Qué medios vas a escoger para llegar a la perfección a la que Dios te llama?

Todo el mundo conoce los medios de salvación y santificación; el Evangelio los consigna, los maestros de la vida espiritual los explican, los santos los llevan a la práctica. Son necesarios a cuantos quieren salvarse y alcanzar la perfección. Y consisten en la humildad de corazón, la oración continua, la mortificación universal, el abandono a la Providencia y la conformidad con la voluntad de Dios.

Para poner en práctica todos estos medios de santificación y salvación, necesitas absolutamente de la gracia y los auxilios divinos. Que -¿quién lo duda?- se conceden a todos, aunque en diversa medida. Digo esto porque, no obstante ser Dios infinitamente bueno, no da a todos su gracia con la misma intensidad. Pero da a cada uno la suficiente. Con fidelidad a una gracia mayor, realizarás grandes acciones; a una gracia menor; las realizarás limitadas. El precio y la excelencia de la gracia dada por Dios y acogida por el hombre aquilatan el precio y excelencia de nuestras acciones. Estos son principios incontestables.

Todo se reduce, pues, a encontrar un medio sencillo para alcanzar de Dios la gracia necesaria para hacernos santos. Yo te lo quiero enseñar. Y es que para encontrar la gracia, hay que encontrar a María.

Sólo María halló gracia delante de Dios, tanto para sí como para todos y cada uno de los hombres, a diferencia de los patriarcas y profetas y todos los santos del Antiguo Testamento, que no pudieron encontrarla.

María dio el ser y la vida humana al Autor de toda gracia. Por esto se la llama la Madre de la gracia. -Mater gratiae

Dios Padre, fuente única de todo don perfecto  y de toda gracia, al darle su propio Hijo, le entregó a María todas las gracias. De suerte que -como dice san Bernardo- en Cristo y con Cristo el Padre le ha entregado hasta su propia voluntad.

Dios la escogió como tesorera, administradora y distribuidora de todas sus gracias. De suerte que Él comunica su vida y sus dones a los hombres, con la colaboración de María. Y, según el poder que Ella ha recibido de Dios –en expresión de san Bernardino–, reparte a quien quiere, como quiere, cuando quiere y cuanto quiere de las gracias del Padre, de las virtudes del Hijo y de los dones del Espíritu Santo.

Así como en el orden natural, todo niño debe tener un padre y una madre, del mismo modo, en el orden de la gracia, todo verdadero hijo de la Iglesia debe tener a Dios por Padre y a María por Madre. Y quien se jacte de tener a Dios por Padre, pero no demuestre para con María la ternura y el cariño de un verdadero hijo, no será más que un impostor, cuyo padre es el demonio. (…)

María ha recibido de Dios un dominio especial sobre (las almas) los predestinados para alimentarlos y hacerlos crecer en la perfección (…) Jesucristo.

Si los falsos iluminados, a quienes el demonio engaña tan miserablemente, incluso en la oración, hubiesen encontrado a María, y por María a Jesús, y por Jesús al Padre, no hubieran sufrido tan lamentables caídas.

Quien encontró a María, encontró todos los bienes, sin excepción alguna, toda la gracia y amistad  de Dios, la plena seguridad contra los enemigos de Dios, la verdad completa para combatir el error, la facilidad absoluta y la victoria definitiva en las dificultades que hay en el camino de la salvación, la dulzura  y el gozo colmados en las amarguras de la vida.