Concilio de Trento, Sesión sexta,

13 de enero de 1547

Decreto sobre la justificación

Denzinger-Hünermann 1520-1583

1558: Can. 8. Si alguno dijere que el miedo del infierno por el que, doliéndonos de los pecados, nos refugiamos en la misericordia de Dios, o nos abstenemos de pecar, es pecado o hace peores a los pecadores: sea anatema [cf.*1526; 1456].

1560: Can. 10. Si alguno dijere que los hombres se justifican sin la justicia de Cristo, por la que nos mereció justificamos, o que por ella misma formalmente son justos: sea anatema [cf.*1523; 1529].

1561: Can. 11. Si alguno dijere que los hombres se justifican por la sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo [cf. Rom 5, 5] y les queda inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo el favor de Dios: sea anatema [cf.*1528-1531; 1545s].

1562. Can. 12. Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de la divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos: sea anatema [cf.*7533s].

1571: Can. 21. Si alguno dijere que Cristo Jesús fue por Dios dado a los hombres como redentor en quien confíen, no también como legislador a quien obedezcan: sea anatema.

1583: Can. 33. Si alguno dijere que por esta doctrina católica sobre la justificación expresada por el santo Concilio en el presente decreto, se rebaja en alguna parte la gloria de Dios o los méritos de Jesucristo Señor Nuestro, y no más bien que se ilustra la verdad de nuestra fe y, en fin, la gloria de Dios y de Cristo Jesús: sea anatema.


El hereje que rechaza un solo artículo de fe no tiene el hábito ni de la fe formada ni de la fe informe. Y la razón de ello está en el hecho de que la especie de cualquier hábito depende de la razón formal del objeto, y si ésta desaparece, desaparece también la especie del hábito. Pues bien, el objeto formal de la fe es la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia. Por eso, quien no se adhiere, como regla infalible y divina, a la enseñanza de la Iglesia, que procede de la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura, no posee el hábito de la fe, sino que retiene las cosas de la fe por otro medio distinto. 

Ahora bien, es evidente que quien se adhiere a la enseñanza de la Iglesia como regla infalible presta su asentimiento a todo cuanto enseña la Iglesia. De lo contrario, si de las cosas que enseña la Iglesia admite las que quiere y excluye las que no quiere, no asiente a la enseñanza de la Iglesia como regla infalible, sino a su propia voluntad. Así, es del todo evidente que el hereje que de manera pertinaz rechaza un solo artículo no está preparado para seguir en su totalidad la enseñanza de la Iglesia (estaría, en realidad, en error y no sería hereje si no lo rechaza con pertinacia). Es, pues, evidente que el hereje que niega un solo artículo no tiene fe respecto a los demás, sino solamente opinión, que depende de su propia voluntad". Santo Tomas, Suma 2-2q.5a.3


En 1883, a Sor María Serafina del Sagrado Corazón (Clotilde Micheli, 1849-1911, fundadora del Instituto de las Hermanas de los Ángeles, beatificada el 28 de mayo de 2011 por Benedicto XVI, su Ángel Guardián le dijo "...

Quiero hacerte ver el lugar dónde Martín Lutero fue condenado a sufrir la vergüenza y el castigo de su orgullo. Después de estas palabras, la Santa religiosa vio un horrible abismo de fuego, donde son cruelmente atormentadas innumerables almas. En el fondo de este abismo ve la figura de un hombre, la de Martín Lutero. Se distinguió de los demás porque estaba rodeado por los demonios que lo obligaron a arrodillarse, estos estaban equipados con grandes martillos, mientras se esforzaba en vano por impedirlo, le pusieron en la cabeza un clavo enorme…

Ese día se celebraba el cuarto centenario del nacimiento del gran heresiarca (10 noviembre de 1483), que dividió a Europa y a la Iglesia, causando grandes guerras. Con motivo de la celebración las calles estaban adornadas y de los balcones colgaban banderas. Entre las autoridades presentes se esperaba, de un momento a otro, la llegada del emperador Guillermo I, que debía presidir las celebraciones.

Serafina entendió que, si el pueblo que estaba en aquella fiesta de homenaje a Lutero hubiese visto aquella escena dramática, ciertamente, no tributaría honras, conmemoraciones y adulaciones a semejante personaje.

Desde entonces, cuando se le presentaba la oportunidad, recordaba a sus hermanas de religión sobre el deber de vivir en la humildad y el abandono de sí. Estaba convencida firmemente de que Martín Lutero estaba condenado en el infierno sobre todo por el primer pecado capital: LA SOBERBIA. El orgullo lo hizo caer en pecado mortal, y lo condujo a la rebelión abierta contra la Iglesia Católica. Su conducta, su posición para con la Iglesia y sus herejías fueron determinantes para engañar y conducir a muchas almas superficiales e incautas a la perdición eterna.