Del cuidado que debemos poner en conservar la Gracia Santificante

María, concebida en la gracia de Dios, sin ninguna mancha de pecado, sin ninguna inclinación al mal, no tenía motivo, como nosotros, temer caer en la tentación.

Pero sin embargo, cualquiera hubiera dicho,  examinando su conducta, que tenía tanto o más que temer que nosotros. 

Velaba sin cesar sobre su Corazón, como si las criaturas hubiesen podido obtener sus afectos.

María vigilaba todas sus palabras, como si hubiese tenido causa para desconfiar de sus labios. 

No obstante haber sido concebida con todos los privilegios de la inocencia, quiso vivir siempre en medio de la penitencia. 

Y nosotros, aunque rodeados de enemigos ambiciosos y crueles, que buscan con ansia un momento para aprovecharse de nuestra débil naturaleza, nada tememos, ni velamos nuestras palabras, obras y acciones.

Confesamos que somos la debilidad misma y, sin embargo, constantemente nos estamos exponiendo a las ocasiones que han hecho caer aun  a los más fuertes. 

¿Quién duda que la debilidad, cuando es presuntuosa, merezca perder su apoyo ? 

Llevamos el tesoro de la gracia en un vaso bien frágil (2 Co 4, 7),  que se puede romper cuando menos lo pensemos.

Aunque fuésemos como San Pablo arrebatados hasta el tercer cielo, deberíamos siempre temer el ser precipitados en lo más hondo de los abismos, como el ángel rebelde.

En vano se presume estar seguro sobre la sinceridad de sus sentimientos y el fervor de sus resoluciones. Una ocasión desgraciada basta para perdernos.

Una mirada robó a David la amistad de Dios ; una Dalila puede perder a todo un Sansón.

Se han visto arruinadas las columnas de los más santos desiertos, después de haber combatido por espacio de muchos años contra las tempestades mas violentas.

En el camino de la virtud, un día no se parece a otro ; y por falta de fidelidad, puede muy bien un alma, después de haber sido favorecida de las Gracias de Dios, llegar a ser privadas de ellas.

El que contando sobre sus resoluciones pasadas, no vela bastante sobre sí mismo, no tardará mucho tiempo en faltar a ellas.

Cuando se pretende caminar sobre un mar borrascoso y lleno de peligros, sin tomar primero todas las precauciones necesarias, se debe esperar padecer bien pronto  el más triste naufragio.

Es duro, en verdad, pasar la vida velando sobre nuestras inclinaciones para combatirlas ; pero ningún santo a alcanzado su corona sin vigilancia y combates. 

¡Oh Dios mío !, llenad mi ser con vuestro temor ! (Sal 118, 120). El temor me servirá para hacerme vigilante y mi vigilancia me alcanzará la dicha de salir victorioso en todos mis combates.

Haced que yo comprenda perfectamente que esta Gracia que nos hace vuestros amigos, y vuestros hijos, es el solo bien que merece mis cuidados, y el único, cuya pérdida merece mis sentimientos.

¡Qué dichoso seria yo si no hubiese perdido jamás este precioso tesoro !, me hubiera librado de muchos pesares en esta vida y hubiera conseguido muchas riquezas para la otra.

Dichoso yo, e infinitamente dichoso, si soy fiel a la resolución que he tomado de padecer antes todos los males, que exponerme otra vez a perderle.

Si yo sé conservar este tesoro, Vos, Señor, habitaréis dentro de mi alma, la poseeréis con vuestra Presencia, la iluminaréis con vuestra Sabiduría, la sostendréis con vuestro Poder, le daréis pruebas continuas de vuestra Ternura, y Vos mismo seréis su recompensa en el tiempo y en la Eternidad.

Gracia y perfección

María recibió la plenitud de la gracia desde el primer momento de Su Concepción. Pero no se contentó con gozar en paz de su tesoro ; porque todos sus cuidados los puso en aprovecharse de él. 

Y la gracia que hace progresos donde encuentra esfuerzos, todos los días se enriquece notablemente ; porque en la tierra bien cultivada un grano se centuplica.

Aunque María nació con la Santidad, sin embargo, era sobrenatural, pero con sus cuidados y trabajo se la hizo propia y familiar.

La Virgen María ha crecido como la palma : ha extendido sus ramas por todas partes ; pero fueron ramas de honor y de Gracia.(Ecl 24, 18, 22, 23).

¿Queréis acrecentar en vosotros la Gracia que os da el carácter de amigos de Dios, de hijos de Dios, hermanos y co­herederos de Jesús, templo del Espíritu Santo ? Pues huid del mundo, amad la oración, frecuentad los Sacramentos, aplicaos a la práctica de las virtudes propias de vuestro estado.

El mejor medio para aumentar la Gracia santificante y habitual, es ser fieles y corresponder a los movimientos de la Gracia actual.

Para saber lo que importa hacer para que seamos siempre agradables a los ojos de Dios, solo debemos escuchar y dejarnos conducir por esa voz interior que constantemente nos está hablando.

Cuanto más escuchemos esta voz más nos instruimos, y a medida que se adelanta, esta voz nos enseña a hacer nuevos y más grandes progresos en el camino de la virtud.

Algunos hay que después de haber andado algún tiempo por el camino de la virtud, se sientan a descansar y se alegran del camino que han andado ; pero la gracia jamás dice : ¡ya es bastante ! 

La experiencia enseña que, en el camino de la virtud, el no adelantar es atrasar, y el no ganar siempre es perder. 

Cuando se ponen límites al servicio de Dios, Dios también los pone a sus dones. 

Dios siempre es liberal para nosotros, y nosotros siempre somos ingratos para con Él. 

Por pocas riquezas que tengamos de este mundo, siempre son bastantes ; pero los bienes de la gracia nunca bastan. 

¿Por qué os detenéis después de comenzar bien ? ¿No es y será siempre Dios un Padre tan grande y tan tierno como ha sido hasta ahora ? 

El Señor te ha confiado muchos bienes, y te olvidas tú de hacerlos valer. Pues bien, siervo infiel, tu mereces ser castigado. 

Si dices, como acostumbras repetir algunas veces, que te contentas con tener el último lugar en casa del Padre Celestial, (Jn 14, 2) te expones a no tener ninguno. 

¡Oh, Virgen María ! patente y celosa protectora nuestra, ayúdanos a santificar esta vida que Dios nos ha dado para que únicamente la empleemos en amarle y en servirle. 

Ayúdanos a merecer una gloria que no podríamos alcanzar sino con el auxilio de la gracia en unión con nuestras obras, y cuya magnitud se mide sobre la extensión del fervor que tenemos al practicarlas.

Es necesario entregarse a Dios desde el principio.

Escucha, hija, y mira, presta tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre : y el Rey se prenderá de tu belleza ; Él es tu Señor, inclínate ante Él ». (Sal 44, 11-12)

María, en efecto, escucho en buena hora la voz divina que la llamaba al retiro, y abandonó desde sus más tiernos años la casa paterna, para consagrarse a Dios en Su Templo.

Ninguna cosa fue capaz de detenerla : ni la ternura de su edad, ni la fragilidad de su cuerpo, ni el afecto de sus parientes.

¡Oh, hija del Soberano de los cielos ! ¡Cuán gloriosos y nobles son tus primeros pasos en el mundo ! 

Esta ofrenda de tu corazón, de tu libertad, de ti misma, era un homenaje perfecto rendido a la majestad de Dios : este homenaje fue el Manantial de las bendiciones de que fuiste colmada durante toda tu vida.

¡Cuanto se engañan los que creen que la juventud no es un resorte para alcanzar la virtud !

María y los Santos han podido conocer la ventaja que tiene el hombre que se entrega al Señor desde los primeros años de su vida.

¿Es justo entregar a Dios únicamente los restos miserables de una vida que solo se nos ha dado para emplearla entera en su servicio ?

Algunos dicen que se dedicarán a Dios al llegar a la vejez. Pero ¿podrán llegar al término que esperan ? Y si llegan, ¿podrán reformar sus costumbres tan fácilmente como creen ?

La experiencia nos hace ver que la vejez instruye, pero no hace sabios.

¡Dichoso el que se prepara desde la infancia para aparecer delante del Soberano Juez que ha de pedir cuenta todas las edades !

El que no ofrece a Dios el principio de su vida, debe temer que Dios, para castigarle, no le permita ver pronto el fin de ella.

Yo os doy gracias, Dios mío, por la grande misericordia que habéis usado conmigo, conservándome la vida cuando yo la empleaba únicamente en ofenderos.

Yo quiero, con el auxilio de Vuestra Gracia, serviros hasta mi último momento con tanta más fidelidad como tardanza ha habido en reconoceros.