Ave María

Queridos lectores.

Estamos en Cuaresma, período penitencial por excelencia, ordenado a la preparación de la Pascua. 

Durante la Cuaresma, mediante el ayuno y demás prácticas penitenciales, nos vamos incorporando a la obra redentora del Mesías de un modo más perfecto. Nuestra alma, si alejada o rebelde a Dios, está sometida al demonio, al mundo y a la carne. Y precisamente, en todo este santo tiempo nos muestra la Iglesia a Jesús ya en el desierto, ya en los azares de su vida pública, combatiendo para librarnos de la triple atadura del orgullo, de la avaricia y de la lujuria, que esclavizan a las criaturas.

Es tiempo para que recordemos, que Dios creó a nuestra alma a su imagen y semejanza: la hizo inmortal y la elevó sobre todas las criaturas de este mundo. El quiere que ésta gobierne a nuestro cuerpo durante la vida, y que, después de nuestra muerte, sea heredera del cielo. Reconozcamos la grandeza de nuestra alma, trabajemos por ella.; para esto debemos despreciar a nuestro cuerpo y a todos los bienes de la tierra. ¿Qué son estos míseros bienes en comparación de nuestra alma inmortal? Y sin embargo esta sociedad nos hace creer que debemos tener contento en todo tiempo a nuestro cuerpo… mientras perdemos el alma.

Nuestro Señor Jesucristo ha muerto por todos los hombres. Esta es una verdad de fe. Más tan grande es Su bondad, que lo hubiera hecho sólo por tu alma derramando hasta la última gota de Su sangre adorable. Mi alma vale, pues, la sangre de un Dios; ¿Cómo puedo yo entregarla al demonio por un vano placer? ¿Qué ha hecho el demonio por ella? ¿Puede acaso darme una felicidad duradera?

La vida Cristiana exige extrema precisión. Debemos observar cuidadosamente hasta el más pequeño precepto y no despreciar ninguno de ellos. Cuando nos aflojamos en las cosas pequeñas, caemos en males mayores. "El que se descuida en lo pequeño caerá poco a poco » (Eclo 19, 1).

El camino de la virtud no es tan difícil, pero requiere esfuerzo. Dios no pide de nosotros cosas imposibles. Examina cada uno de los mandamientos en particular, y verás cuan leve es la carga que nos impone. ¿Acaso esto no lo haces cada vez que te vas a confesar? ¿Y si no, cuál es el referente en tu vida?

Además, todo lo que prescribe es conforme a la razón; todo es para nuestro bien. ¡Los príncipes de la tierra, el mundo, nuestras pasiones, los dioses que nos hemos creado y a quienes adoramos, a menudo nos mandan cosas imposibles, contrarias a la razón y en extremo dañosas; y a pesar de ello, obedecemos a estos exigentes señores, y rehusamos obedecer a nuestro amable salvador!

Dios nos concede generosamente sus gracias para ayudarnos a servirle; y si alguna amargura existe en la guarda de sus mandamientos es singularmente suavizada por los consuelos celestiales que acompañan a la práctica de la virtud. Los ejemplos de los santos cuyas vidas debemos leer, y el de las personas piadosas que con su ejemplo de vida nos animan, nos hacen más fácil la guarda de los mandamientos.

La recompensa que se nos ha prometido disminuye en mucho la pena anexa al trabajo. Con la esperanza de una recompensa, trabaja el obrero con alegría y ardor, el soldado se expone a la muerte, y el marinero al peligro de naufragar. La Gloria que yo espero es segura, es Dios quien me la promete: es fiel a su palabra, no engaña jamás. Esta gloria perdurará lo que la eternidad. Piensa en ello seriamente y decídete a vivir la radicalidad del Evangelio, a vivir con precisión tu vida cristiana.

De lo que antecede saquemos dos conclusiones. Primero que debo perder todo antes que perder el alma; riquezas, honores, gustos, salud, vanos placeres, todos esto es nada comparado con tu alma. Segundo; el mayor gusto que puedes dar a Jesucristo, la mayor gloria que puedes procurar a Dios, es trabajar por la conversión de las almas, pues por ellas dio su sangre para la esperanza de vida eterna. El hijo de Dios ha derramado su sangre por ti: ¡surge, alma mía, vales la sangre de Dios! (San Agustín)