Resulta muy significativo que — quienes promovían todo este fenómeno de desmejoramiento — solían escamotear las exigencias cristianas de reforma personal, de conversión interior, de piedad; para abandonarse, con un obsesivo interés, a denunciar defectos de estructura. Entraban ganas de clamar, con el profeta, scindite corda vestra et non vestimenta vestra (Joel II, 13): ¡basta de comedias hipócritas!: a confesar los propios pecados, a tratar de mejorar cada uno, a rezar, a ser mortificados, para ejercitar una auténtica caridad cristiana con todos.

Hijos míos, curaos en salud y no condescendáis. El demonio anda rondando tamquam leo rugiens circuit (I Petr. V, 8): como un león inquieto, y espera que hagáis la mínima concesión, para dar el asalto al alma: a la entereza de vuestra fe, a la delicadeza de vuestra pureza, al desprendimiento de vosotros mismos y de los bienes terrenales, al amor de las cosas pequeñas.

En una palabra: el mal viene, en general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen como una fortaleza de clérigos mundanizados. Son individuos que han perdido, con la fe, la esperanza: sacerdotes que apenas rezan, teólogos — así se denominan ellos, pero contradicen hasta las verdades más elementales de la revelación — descreídos y arrogantes, profesores de religión que explican porquerías, pastores mudos, agitadores de sacristías y de conventos, que contagian las conciencias con sus tendencias patológicas, escritores de catecismos heréticos, activistas políticos.

Hay, por desgracia, toda una fauna inquieta, que ha crecido en esta época a la sombra de la falta de autoridad y de la falta de convicciones, y al amparo de algunos gobernantes, que no se han atrevido a frenar públicamente a quienes causaban tantos destrozos en la viña del Señor.

Hemos tenido que soportar — y cómo me duele el alma al recoger esto — toda una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso.

Hijos, duele, pero me he de preocupar, con estos campanazos, de despertar las conciencias, para que no os coja durmiendo esta marea de hipocresía. El cinismo intenta con desfachatez justificar — e incluso alabar — como manifestación de autenticidad, la apostasía y las defecciones. No ha sido raro, además, que después de clamorosos abandonos, tales desaprensivos desleales continuaran con encargos de enseñanza de religión en centros católicos o pontificando desde organismos paraeclesiásticos, que tanto han proliferado recientemente.

Me sobran datos bien concretos, para documentar que no exagero: desdichadamente no me refiero a casos aislados. Más aún, de algunas de esas organizaciones salen ideas nocivas, errores, que se propagan entre el pueblo, y se imponen después a la autoridad eclesiástica como si fueran movimientos de opinión de la base. ¿Cómo vamos a callar, ante tantos atropellos? Yo no quiero cooperar, y vosotros tampoco, a encubrir esas grandes supercherías.

A este descaro corruptor, hemos de responder exigiéndonos más en nuestra conducta personal y sembrando audazmente la buena doctrina. Hijas e hijos míos, que nadie nos gane en diligencia: es la hora de una movilización general, de esfuerzos sobrenaturales y humanos, al servicio de la fe. Ninguno de mis hijos puede ausentarse de esta batalla. Saber estas cosas y lamentarse no bastaría: debemos esparcir la buena semilla a manos llenas y con constancia, de palabra y por escrito. Pero, sobre todo, con nuestro comportamiento: que se note que reverenciamos la fe y amamos fielmente a Jesucristo y a su Santa Iglesia.

Cada uno de vosotros debe ser un foco activo de apostolado, que haga eco y difunda doctrina cristiana diáfana, en medio de este mundo y de esta Iglesia, tan enfermos y tan necesitados de la buena medicina que encierra la verdad que Jesús nos trajo.

Persuadios de que, si procuramos trabajar con esta sinceridad, no nos ganaremos las simpatías de algunos. Sin embargo, no caben ni ambigüedades ni compromisos. Si, por ejemplo, os llamaran reaccionarios porque os atenéis al principio de la indisolubilidad del matrimonio, ¿os abstendríais, por esto, de proclamar la doctrina de Jesucristo sobre este tema, no afirmaríais que el divorcio es un grave error, una herejía?

Hijos de mi alma, que ninguno me venga con remilgos y distingos, en estos momentos en que se requiere una firme entereza doctrinal. Abominemos de ese cómodo irenismo de quien imaginara pacificar todo, encasillando unos a la izquierda y acomodando otros a la derecha, para colocar graciosamente en un prudente centro — nada de extremismos, aseguran — el fruto de su juego dialéctico, ajeno a la realidad sobrenatural.

Ellos inventan el juego y deciden la posición de los demás. De estas típicas posturas falaces de ciertos eclesiásticos, que traicionan su vocación, brota como resultado la frívola componenda, la doctrina desvaída, el alejamiento del pueblo de sus pastores, la pérdida de autoridad moral y la entrada en el ámbito de la Iglesia de facciones partidistas. En el fondo, todo se reduce a que han caído en las redes de la dialéctica propia de una filosofía opuesta a la verdad, porque se fundamenta en violencias a la realidad de las cosas. Se descubre, también, que se teme más el juicio de los hombres que el juicio de Dios.

El remedio de los remedios es la piedad. Ejercítate, hijo mío, en la presencia de Dios, puntualizando tu lucha para caminar cerca de Él durante el día entero. Que se os pueda preguntar en cualquier momento: y tú, ¿cuántos actos de amor de Dios has hecho hoy, cuántos actos de desagravio, cuántas jaculatorias a la Santísima Virgen? Es preciso rezar más. Esto hemos de concluir. Quizá rezamos todavía poco, y el Señor espera de nosotros una oración más intensa por su Iglesia. Una oración más intensa entraña una vida espiritual más recia, que exige una continua reforma del corazón: la conversión permanente. Piensa esto, y saca tus conclusiones.

Si tú y yo no nos decidiéramos seriamente a cultivar esta reforma nuestra interior, imprescindible para un alma de oración, contemplativa, defraudaríamos al Espíritu Santo, que santifica a su Iglesia y nos impulsa a clamar Abba, Pater! (Rom. VIII, 15), a rezar como buenos hijos de Dios. Cualquier resistencia a esta acción del Espíritu Santo equivale a contribuir a la labor de quienes pretenden destruir la Iglesia, adulterando sus fines. Recemos más, ya que el Señor ha encendido en nuestra alma este gran amor a la Iglesia Santa. Clamemos, hijos, clamemos — clama, ne cesses! (Isai. LVIII, 1) —, y el Señor nos oirá y atajará la tremenda confusión de este momento.

Nos ocupamos, sólo y exclusivamente, de una tarea espiritual. La alternativa es indudable: o secundamos el ímpetu del Espíritu Santo, que nos lleva a servir al Señor con alegría — con espíritu filial — o nos arrastrará el espíritu propio, nuestra soberbia: y entonces fácilmente quedaremos a merced del diablo, porque sólo el Espíritu divino posee la fuerza definitiva para arrojar lejos a Satanás. Meditad, por tanto, en la importancia de entrar por caminos de oración, que así se recorren las sendas de docilidad a la gracia.

Añadiría de nuevo que abunda el desconcierto y se causa mal impunemente — incluso con máscara de bien — porque se reza poco, y rezando poco no se logran discernir los espíritus y se confunde el error con el bien. Todo el designio del diablo, me atrevo a asegurar, está centrado en disuadir a los hombres de perseverar en la oración, porque la oración es el modo de introducirse en la amistad con Dios.

Es lógico que, para un combate de esta naturaleza, busquemos alianzas espirituales. Por tanto, para servir al Señor con fidelidad, hemos de fomentar el trato con los Santos Ángeles. Ellos, firmemente asentados en la caridad, criaturas espirituales, se demuestran los grandes y más leales aliados para luchar por Dios. Convenceos, hijos míos, de esta trascendencia espiritual de la pelea que hemos de sostener, porque esta consideración nos dará luces de fondo que orientarán nuestra conducta.

En primer término hemos de persuadirnos de que los medios sobrenaturales son los más adecuados para afrontar una contienda de este tipo: la oración, la mortificación, el conocimiento de la doctrina de la fe, los sacramentos. Esto es lo sabio y prudente. Esto es lo propio de adultos, que eligen los auxilios más aptos para alcanzar su fin. Como consecuencia, cuanto podáis ver, oír o leer con posibilidad de apartaros de esta verdad, rebatidlo como enredo de personas inmaduras, proceda de donde proceda.

Por desgracia, se observan también en la Iglesia sitios — cátedras de teología, catequesis, predicación — que deberían alumbrar como focos de luz, y se aprovechan — en cambio — para despachar una visión de la Iglesia y de sus fines totalmente adulterada. Hijos míos, es un grave pecado contra el Espíritu Santo, porque precisamente el Paráclito vivifica con su gracia y sus dones a la Iglesia (Catecismo Mayor de San Pío X, n. 143), establece allí el reinado de la verdad y del amor, y la asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del cielo (ibid.).

Confundir a la Iglesia con una asamblea de fines más o menos humanitarios, ¿no significa ir contra el Espíritu Santo? Ir contra el Espíritu Santo es hacer circular, o permitir que circulen sin denunciar sus falsedades, catecismos heréticos o textos de religión que corrompen las conciencias de los niños, con enseñanzas dañosas y graves omisiones.

Frente a ese griterío, hemos de exclamar: basta. De una parte, no cediendo nosotros a los halagos del embrollo diabólico y, simultáneamente, colaborando cada uno en la difusión de la doctrina, en especial de aquellos puntos que algunos se empeñan en oscurecer.

Hijos, no os durmáis en un quehacer rutinario. Sentid el desvelo por cumplir el bien, que el tiempo es corto. No os acobardéis jamás de dar la cara por Jesucristo. Hemos de avergonzarnos solamente por nuestros pecados, por no haber correspondido a tanta gracia de Dios. Pero nunca admitiremos ningún sentimiento de vergüenza porque nos señalen como sus discípulos: acordaos de Pedro, en la casa de Anás (San Juan XVIII, 13-27), aquella mala noche. Os contaré, como en otras ocasiones, lo que mi madre me repetía a mí cuando yo era chico: Josemaría, ¡vergüenza sólo para pecar! Hemos de abominar del pecado mortal, del venial deliberado y aun de la más leve falta, porque ha de dolernos no agradecer con mucho amor, el inmenso amor que Dios nos manifiesta.

Para ser así, fieles, apoyaos en el Señor: es decir, no confiemos únicamente en nuestras escasas energías. Nadie más ridículo que el que se jacta, presuntuoso, de lo que realiza. El diablo se organiza para coger a los hombres por la vanidad y por el orgullo. Tened el convencimiento de que nuestra fortaleza es prestada, que la verdadera fuerza y perseverancia sobrenatural en el bien vienen de Dios. Ninguno se crea mejor que los demás, ninguno se considere exento de errores y de pasiones. Si nos supusiéramos al margen de la miseria humana, seríamos la risa del diablo y del mundo. Fuera, hijos, el orgullo y la vanidad: buscad solamente la gloria de Dios.